martes, 29 de agosto de 2006

Historia de Lazare

El autor no ignora que suelta entre
la anónima multitud de hombres y
mujeres una bandada de alados se-
res de papel, vampiros secos ávidos
de sangre que se desperdigan al azar
en busca de lectores.


MICHEL TOURNIER
El vuelo del vampiro


Tenía tres días bajo tierra y ya se resignaba al sueño de la muerte cuando lo despabiló una Voz: -Levántate y anda. Lazare no la reconoció, pero inflamado por una confusa alegría quiso obedecerla. Quería vivir, sí, por eso se irguió sobre la piedra donde yacía e intentó en vano escupir. No tenía saliva: fue un amasijo de polilla y telaraña lo que sus labios arrojaron a la oscuridad. Sus rodillas crujían. Le palpitaban como timbales las meninges. Una lágrima viscosa rodó por sus mejillas al tomar conciencia de que era un cadáver, sí, aunque un cadáver feliz, enfermo pero exquisito. Así, su pulsión de vida lo empujó a caminar, renqueando, hasta la puerta de la tumba. Tras empujar la lápida y salir a la intemperie vio a un hombre que negrísimo le sonreía bajo la sombra de una acacia: era él, sin lugar a dudas, el hombre de la Voz negrísima. Lo perdió de vista casi de inmediato, pues dos mujeres se abalanzaron sobre Lazare, lo llamaron hermano, lo condujeron hacia su recámara, limpiaron su cuerpo, lavaron sus cabellos. Lloraban y Lazare se sintió incapaz de corresponder mediante lágrimas tan sincera bienvenida. Tuvo que fingirse dormido para que lo dejaran solo y no descubrieran que su corazón estaba reseco, su sangre coagulada, sus sentimientos polvosos, inánimes. Ni esa noche, ni las dos siguientes, tuvo Lazare valor para sumergirse en la pequeña muerte del sueño. Ni ese día, ni los tres siguientes, pudo su estómago asimilar alimento. Llegó el domingo y sólo entonces las mujeres entraron a su dormitorio para arroparlo y conducirlo al comedor, donde lo aguardaba el hombre que negrísimo seguía sonriéndole. Lazare no supo si darle las gracias o maldecirlo: simplemente obedeció la Voz que lo invitaba: -Anda, Lazare, siéntate y bebe con nosotros-, mientras las mujeres acomodaban ante el forastero su comida: doce huevos cocidos. Luego las hermanas se sirvieron sus alubias y cebollas cocidas. A Lazare sólo le acercaron un píxide de bronce que el forastero se dispuso a llenar con un vino rojo, oloroso a nubes y a espada: -De aquí en adelante, éste será tu alimento –dijo la Voz-: sangre de mi sangre, vino de tu salvación… Anda, Lazare, bebe y descansa de tus padeceres. Confuso y hambriento como se hallaba, Lazare se detuvo largamente con el píxide ante sus labios y con su mirada en el rostro del extranjero, buscando en sus facciones algún indicio que lo hiciera desconfiar, desobedecer. Nada halló, pero sólo entonces sus labios bebieron. En cuanto lo hizo, una espesa ardiente oleada de bienestar recorrió cada célula de su cuerpo, como una fiebre tibia que ablandaba sus nervios, que licuaba su sangre y azuzaba sus neuronas. Sí, ése era El Alimento. El verdadero. La Ambrosía: la Sangre. El filtro del Grial. Satisfecho Lazare sonrió y, felices, sus hermanas se contagiaron de su alegría. Después de la sobremesa y algunas canciones Lazare se abandonó al sueño, conciente de que sanaba, de que sus hermanas lo cuidarían y, sobre todo, seguro de que el amanecer sería hermoso. Así ocurrió. Durante las semanas siguientes Lazare disfrutó un alivio paulatino bajo el efecto dominical de aquel Licor que regeneraba sus tejidos, sus pensamientos, su capacidad de amar, agradecer, sentir y trabajar. Volvió al establo y al cultivo, al templo y al mercado. Lo hacía sin cansancio, pues cuando después de seis días el hambre lo atosigaba sus hermanas llenaban el píxide de bronce con aquel vino carmín y espeso. Y Lazare lo vaciaba con lentos tragos y era extirpado de su corazón, de su alma y de su estómago todo padecer. O casi todo padecer, pues un pequeño dolor, una sospecha, había nacido en Lazare al observar a sus hermanas: el rápido alivio de él coincidía con una vertiginosa languidez de ellas. Se dispuso a vigilarlas y lo que descubrió al sexto día lo hizo estremecerse de horror: el vino oloroso a nubes y a espadas con que lo alimentaban no provenía de ninguna vid, sino de las venas y arterias de sus hermanas, de su sacrificio. Aunque reconocía que gracias a ellas y al hombre de la Voz negrísima podía disfrutar de la invaluable experiencia de vivir, no quería herirlas. Así, sin pensarlo dos veces, esa noche Lazare se escabulló por la ventana para dirigirse al desierto, empujado por una única idea fija: la de dirigirse al desierto, la de nunca volver, la de alejarse lo más posible. Sólo al encontrarse en la montaña, sin más compañía que la del lobo y la serpiente, comenzó a interrogarse sobre su destino. Hasta ese momento el hambre no lo había atosigado y Lazare ignoraba si sería capaz de procurarse semejante alimento. No le bastaría la sangre de cualquier animal. No. Pensando en ello, la noche llegó y bajo la oscuridad protectora se encaminó al pueblo más cercano. Durante esa noche, y las treinta siguientes, Lazare seguiría el rastro de los forajidos y de los ejércitos, para nutrirse con la sangre que derramaban a su paso, sangre que nunca escaseaba, sangre que nadie echaría de menos. Y fue durante la noche treinta y dos cuando, postrado sobre el cadáver de una mujer degollada por los legionarios, la Voz nuevamente le habló: -Sí, Lazare, bebe y aguarda. Lazare se limpió la boca de coágulos y luego repuso: -Sí, beberé aunque no sepa qué debo esperar… El hombre de la Voz negrísima se postró a su lado y se dispuso a aguardar con él una, dos, tres horas, hasta que la mujer degollada abrió los ojos y los miró con ojos anegados de pavor. Lazare no sabía qué pensar, qué hacer, hasta que la Voz se lo indicó: -Anda, Lazare, ve y consuélala, porque de aquí en adelante no vagarás solitario: ella, tu víctima, será tu mujer y tú, su salvador, serás su esposo y maestro… No te apresures a juzgarme: te pediré un favor: si me lo concedes, sabré que me lo agradeces, si te niegas sabré que me maldices por ello… Mi misión aún no concluye: tengo todavía mucho por hacer antes de que los científicos, los banqueros, los militares, los políticos o los sacerdotes de este mundo decidan matarme… Cuando llegue ese momento, me encontrarás en un huerto de olivos, rezando porque mi último cáliz sea lo menos doloroso posible… Entonces, Lazare, te pediré que desgarres mi piel y bebas mi sangre, para que tu mordida me conceda el privilegio de la resurrección… Así está escrito en el Libro Negro, el Libro de los Muertos, y así se cumplirá si entiendes tu destino… Ahora, Lazare, dale la mano a tu mujer e iníciala en su nueva vida… Y enseguida márchense, déjenme solo, necesito cuarenta días de soledad y ayuno antes de reanudar mi trabajo y construir, piedra a piedra, mi gólgota… Conmovidos, urgidos por esa Voz negrísima y sonriente, Lazare y aquella mujer le dieron la espalda y lo obedecieron. No se besaron de inmediato: tenían toda una eternidad para hacerlo, para descubrir instante a instante el mundo. Para desangrar y beber de él, de su océano de cadáveres, cadáveres vivientes, cadáveres exquisitos.

Gonzalo Lizardo,
De El libro de los cadáveres exquisitos (novela, fragmento).

lunes, 28 de agosto de 2006

El inmortal

Ser inmortal es baladí; menos el hombre, todas las criaturas lo son, pues ignoran la muerte; lo divino, lo terrible, lo incomprensible, es saberse inmortal. He notado que, pese a las religiones, esa convicción es rarísima. Israelitas, cristianos y musulmanes profesan la inmortalidad, pero la veneración que tributan al primer siglo prueba que sólo creen en él, ya que destinan todos los demás, en número infinito, a premiarlo o a castigarlo. Más razonable me parece la rueda de ciertas religiones del Indostaní; en esa rueda, que no tiene principio ni fin, cada vida es efecto de la anterior y engendra la siguiente, pero ninguna determina el conjunto… Adoctrinada por un ejercicio de siglos, la república de hombres inmortales había logrado la perfección de la tolerancia y casi del desdén. Sabía que en un plazo infinito le ocurren a todo hombre todas las cosas. Por sus pasadas o futuras virtudes, todo hombre es acreedor a toda bondad, pero también a toda traición, por sus infamias del pasado o del porvenir. Así como en los juegos de azar las cifras pares y las cifras impares tienden al equilibrio, así también se anulan y se corrigen e ingenio y la estolidez, y acaso el rústico poema del Cid es el contrapeso exigido por un solo epíteto de las Eglogas o por una sentencia de Heráclito. El pensamiento más fugaz obedece a un dibujo invisible y puede coronar, o inaugurar, una forma secreta. Sé de quienes obraban el mal para que en los siglos futuros resultara el bien, o hubiera resultado en los ya pretéritos… Encarados así, todos nuestros actos son justos, pero también son indiferentes. No hay méritos morales o intelectuales. Homero compuso la Odisea; postulado un plazo infinito, con infinitas circunstancias y cambios, lo imposible es no componer, ni siquiera una vez, la Odisea. Nadie es alguien, un solo hombre inmortal es todos los hombres. Como Cornelio Agripa, soy dios, soy héroe, soy filósofo, soy demonio y soy mundo, lo cual es una fatigosa manera de decir que no soy.

Jorge Luis Borges,
El inmortal (cuento, fragmento).

Las cosas

El bastón, las monedas, el llavero,
la dócil cerradura, las tardías
notas que no leerán los pocos días
que me quedan, los naipes y el tablero,
un libro y en sus páginas la ajada
violeta, monumento de una tarde
sin duda inolvidable y ya olvidada,
el rojo espejo occidental en que arde
una ilusoria aurora. ¡Cuántas cosas,
limas, umbrales, atlas, copas, clavos,
nos sirven como tácitos esclavos,
ciegas y extrañamente sigilosas!
Durarán más allá de nuestro olvido;
no sabrán nunca que nos hemos ido.

Jorge Luis Borges.

sábado, 26 de agosto de 2006

Sansón y los filisteos

Hubo una vez un animal que quiso discutir con Sansón a las patadas. No se imaginan cómo le fue. Pero ya ven cómo le fue después a Sansón con Dalila, aliada de los filisteos.
Si quieres triunfar contra Sansón, únete a los filisteos. Si quieres triunfar sobre Dalila, únete a los filisteos.
Únete siempre a los filisteos.

Augusto Monterroso,
De La oveja negra y demás fábulas.
En La brevedad, 2001.

La fe y las montañas

Al principio la Fe movía montañas sólo cuando era absolutamente necesario, con lo que el paisaje permanecía igual a sí mismo durante milenios.
Pero cuando la Fe comenzó a propagarse y a la gente le pareció divertida la idea de mover montañas, éstas no hacían sino cambiar de sitio, y cada vez era más difícil encontrarlas en el lugar en el que uno las había dejado la noche anterior; cosa que por supuesto creaba más dificultades que las que resolvía.
La buena gente prefirió entonces abandonas la Fe y ahora las montañas permanecen por lo general en su sitio.
Cuando en la carretera se produce un derrumbe bajo el cual mueren varios pasajeros, es que alguien muy lejano o inmediato, tuvo un ligerísimo atisbo de Fe.

Augusto Monterroso,
De La oveja negra y demás fábulas.
En La brevedad, 2001.

La rana que quería ser una rana auténtica

Había una vez una Rana que quería ser una Rana auténtica, y todos los días se esforzaba en ello.
Al principio se compró un espejo en el que se miraba largamente buscando su ansiada autenticidad.
Unas pocas veces parecía encontrarla y otras no, según el humor de ese día o de la hora, hasta que se cansó de esto y guardó el espejo en un baúl.
Por fin pensó que la única forma de conocer su propio valor estaba en la opinión de la gente, y comenzó a peinarse y a vestirse y a desvestirse (cuando no le quedaba otro recurso) para saber si los demás la aprobaban y reconocían que era una Rana auténtica.
Un día observó que lo que más admiraban de ella era su cuerpo, especialmente sus piernas, de manera que se dedicó a hacer sentadillas, y a saltar para tener unas ancas cada vez mejores, y sentía que todos la aplaudían.
Y así seguía haciendo esfuerzos hasta que, dispuesta a cualquier cosa para lograr que la consideraran una Rana auténtica, se dejaba arrancar las ancas, y los otros se las comían, y ella todavía alcanzaba a oír con amargura cuando decían que qué buena Rana, que parecía pollo.

Augusto Monterroso,
De La oveja negra y demás fábulas.
En La brevedad, 2001.

viernes, 25 de agosto de 2006

Generación X

-Sé un relato sobre el fin del mundo –dice Dag, terminando lo que queda de un té frío; cubitos de hielo deshechos hace tiempo. Luego se quita la camisa, dejando a la vista un pecho un tanto huesudo, enciende otro pitillo con filtro y se aclara la voz con un gesto nervioso.
El fin del mundo es un asunto recurrente en los cuentos para dormir de Dag. Relatos escatológicos de uno, allí mismo bajo la Bomba, y de lo que le pasa, llenos de detalles y contados con voz inexpresiva.
Y así, sin más, empieza:
-Imaginad que estáis haciendo cola en un supermercado, digamos que en el supermercado Vons, en la esquina de Subset con Tahquitz, aunque en teoría podría ser un supermercado cualquiera, y estáis de un humor de perros porque al venir en coche habéis tenido una discusión con vuestro mejor amigo. La discusión se inició por culpa de una señal de tráfico que decía “Ciervos durante 3 kilómetros”, y tú dices: “¿De verdad esperan que creamos que queda algún ciervo?” lo que hace que tu mejor amigo, que va en el asiento del pasajero mirando la caja de las casetes, encoja los dedos dentro de su calzado deportivo. Y te das cuenta de que has dicho algo que resulta inquietante y divertido, por lo que llevas las cosas más lejos. “Y a propósito –añades-, ¿no te parece que ahora ya no se ven tantos pájaros como antes? Y ¿sabes lo que me contaron el otro día? Que en el Caribe ya no queda ni una concha porque los turistas se las llevan todas. Y ¿no se te ha ocurrido pensar nunca que cuando vuelves en avión de Europa, y estás unos ocho kilómetros por encima de Groenlandia, hay algo, no sé, anormal, en que se puedan comprar máquinas fotográficas, whisky y pitillos en el espacio?”
Entonces tu amigo explota, te llama imbécil, y dice: “¿Por qué coño eres siempre tan negativo? ¿Por qué tienes que ver algo deprimente en todo?”
Tú respondes: “¿Negativo? ¿Yo? Creo que realista es una palabra más adecuada. ¿Cómo puede ser que vengamos en coche desde Los Ángeles, que hayamos visto veinte mil kilómetros cuadrados de centros comerciales y que no tengas ni la más mínima sospecha de que algo, en alguna parte, está yendo muy, pero que muy mal?”
La discusión no lleva a ninguna parte, claro. Siempre pasa con ese tipo de discusiones, y posiblemente te acusen de ser un negativo pasado de moda. Resumiendo, que estás solo en Vons, el número tres de la cola, con malvavisco y briquetas para la barbacoa de la tarde, el estómago encogido y con acidez por el enfado, y tu mejor amigo está afuera, dentro del coche, ignorándote expresamente y oyendo malhumorado música de big band en la emisora de onda media que trasmite del circo sobre hielo desde el valle de Cathedral City.
Pero parte de ti está también fascinada por el contenido del carrito del hombre, a todos los efectos obeso, que se encuentra delante de ti en la cola.
“¡Dios santo, lleva de todo! Botellas de plástico de dos litros de diet cola, pasta preparada para hacer tartas con sabor a caramelo en el microondas con sus propios recipientes de aluminio incluidos (diez minutos de menos, diez millones de años en el muelle de descarga municipal del condado de Riverside), y litros y litros de salsa embotellada para espaguetis… toda su familia debe de andar terriblemente estreñida con un régimen así, y oye… ¿no tienen bocio?”
“Dios santo, el precio de la leche no es tan algo en estos tiempos”, te dices a ti mismo, fijándote en la etiqueta del precio de una de las botellas. Hueles el olor dulzón a cereza del distribuidor de chicle y a revistas sin leer, baratas y atractivas.
Pero de repente se apaga la luz.
Las luces se encienden, vuelve la normalidad, luego se oscurecen, se apagan otra vez. Lo siguiente que desaparece es la música ambiental, y después se oye el murmullo creciente de las conversaciones, enojadas, como en un cine cuando se corta la película. La gente se dirige al pasillo nueve a coger velas.
Junto a la salida, una compradora anciana intenta de muy mal humor salir con el carrito por unas puertas eléctricas que no se abren. Un empleado trata de explicar que se ha ido la luz. Por la otra puerta, que se mantiene abierta gracias a un carrito de la compra, ves que tu mejor amigo entra en la tienda.
“La radio no suena –anuncia tu amigo-, y mira… -Por las ventanas de delante ves señales de estelas de vapor que salen de la base de marines de Twentynine Palms del valle-. Pasa algo importante.”
Entonces es cuando empiezan a sonar las sirenas, el sonido más desagradable del mundo, y el sonido que llevas temiendo toda la vida. Ya está aquí: la banda sonora del infierno; gimiendo, resplandeciendo, espantosa e irreal, que colapsa y confunde tiempo y espacio del modo en que un exfumador confunde tiempo y espacio de noche cuando sueña horrorizado que fuma. Pero ahora el fumador se despierta y encuentra que tiene un pitillo encendido en la mano y el horror es total.
Se oye al encargado hablar por un megáfono. Pide a los clientes que desalojen el local con calma, pero nadie le presta mucha atención. Los carritos quedan abandonados en los pasillos y los cuerpos se escapan, llevándose trozos de carne y botellas de Evian que se les caen en la acera. El aparcamiento ahora parece tan civilizado como una pista de autos de choque.
Pero el gordo se queda, al igual que la cajera, que tiene mechones rubios, nariz huesuda de campesina y piel pálida translúcida. Ellos, tu mejor amigo y tú, os quedáis inmóviles, sin habla, y en vuestras mentes se enciende el mítico mapa del mundo de la sala principal del Mando de la Defensa Aérea de América del Norte, ¡qué cliché! Y en él aparecen dibujos de los misiles que constante e inexorablemente pasan por encima de Baffin Island, las Aleutianas, el Labrador, las Azores, el lago Superior, las Queen Charlotte Islands, Puget Sound, Maine… ya es sólo cuestión de minutos, ¿o no?
“Siempre me he prometido –dice el gordo, con una voz tan normal que hace que los tres volváis a la realidad- que cuando llegara este momento me comportaría con dignidad el tiempo que quedase, y por eso, señorita –dice, volviéndose hacia la cajera-, por favor, quisiera pagar lo que he comprado.” La cajera, a falta de otras alternativas, le cobra.
Luego llega El Destello.
“¡Al suelo! –gritas tú, pero ellos continúan con lo que estaban haciendo, como ciervos deslumbrados por los faros-. ¡No queda tiempo!” Pero tu aviso no lo escucha nadie.
Y entonces, justo antes de que las ventanas delanteras se conviertan en una sábana líquida que se hunde hacia dentro, como la superficie de una piscina vista desde abajo después de una zambullida…
…Y justo antes de ser bombardeado por una andanada de chicle y revistas…
…Y justo antes de que el gordo salga despedido por el aire, se mantenga suspendido en él y se incendie mientras el techo, que se ha vuelto líquido, sale disparado hacia arriba…
Justo antes de todo esto, tu mejor amigo gira el cuello, se acerca a donde estás tumbado y te besa en la boca, después de lo cual te dice: “Ya está. Siempre lo he querido hacer.”
Y eso es todo. En la ráfaga silenciosa de viento ardiente, como si hubieran abierto el trillón de puertas de horno que llevas imaginando desde los seis años, se termina todo: un poco de miedo, un poco de sexo, y sólo queda la añoranza. Muy parecido a la vida, ¿no os parece?

Douglas Coupland,
Generación X (novela, fragmento), 1993.

miércoles, 23 de agosto de 2006

Los monos

Wolfgang Köhler perdió cinco años en Tetuán tratando de hacer pensar a un chimpancé. Le propuso, como buen alemán, toda una serie de trampas mentales. Lo obligó a encontrar la salida de complicados laberintos; lo hizo alcanzar difíciles golosinas, valiéndose de escaleras, puertas, perchas y bastones. Después de semejante entrenamiento llegó a ser el simio más inteligente del mundo; pero fiel a su especie, distrajo todos los ocios del psicólogo y obtuvo sus raciones sin trasponer el umbral de la conciencia. Le ofrecían la libertad, pero prefirió quedarse en la jaula.
Ya muchos milenios antes (¿cuántos?), los monos decidieron acerca de su destino oponiéndose a la tentación de ser hombres. No cayeron en la empresa racional y siguen todavía en el paraíso: caricaturales, obscenos y libres a su manera. Los vemos ahora en el zoológico, como un espejo depresivo: nos miran con sarcasmo y con pena, porque seguimos observando su conducta animal.
Atados a una dependencia invisible, danzamos al son que nos tocan, como el mono del organillo. Buscamos sin hallar las salidas del laberinto en que caímos, y la razón fracasa en la captura de inalcanzables frutas metafísicas.
La dilatada entrevista de Momo y Wolfgang Köhler ha cancelado para siempre toda esperanza, y acabó en otra despedida melancólica que suena a fracaso.
(El Homo sapiens se fue a la universidad alemana para redactar el célebre tratado sobre la inteligencia de los antropoides, que le dio fama y fortuna, mientras Momo se quedaba para siempre en Tetuán, gozando una pensión vitalicia de frutas al alcance de su mano.)

Juan José Arreola,
De Bestiario, 1972
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Fabulilla

-¡Ay! –decía el ratón-. El mundo se vuelve cada día más pequeño. Primero era tan ancho que yo tenía miedo, seguía adelante y me sentía feliz al ver en la lejanía, a derecha e izquierda, algunos muros, pero esos largos muros se precipitan tan velozmente los unos contra los otros, que ya estoy en el último cuarto, y allí, en el rincón, está la trampa hacia la cual voy.
-Sólo tienes que cambiar la dirección de tu marcha –dijo el gato, y se lo comió.

Franz Kafka,
De Bestiario.

martes, 22 de agosto de 2006

Tristessa

La forma salvaje en que Tristessa se para con las piernas abiertas a la mitad del cuarto para explicar algo, como un yonqui en una esquina de Harlem o en cualquier otro lugar, El Cairo, Bang Bombayo y todo el Fellah Ollah Lot desde la punta de Bermuda hasta las alas de un albatros emplumado en la costa del Ártico, sólo el veneno de las Gluglú focas y águilas que los esquimales de Groenlandia producen no es tan malo como la morfina creada por la civilización occidental, ante la que ella (una india) está obligada a someterse y rendirse en su tierra natal.

Ahora el gato está cómodamente arrebujado en la cara de Cruz, que toda la noche duerme acurrucada en la parte inferior de la cama, mientras Tristessa lo hace en la parte superior enganchando sus pies a los de Cruz, parecen hermanas o madre e hija, ambas han convertido la pequeña cama en algo confortable… El pequeño gato rosado es tan seguro de sí mismo (a pesar de las moscas que revolotean alrededor del puente de su nariz y de sus párpados) que siento que todo está bien… que todo está bien en el mundo (al menos por ahora)… El gato quiere estar cerca de la cara de Cruz donde todo está bien… Él (en realidad es una pequeña hembra) no se da cuenta de las vendas, del dolor y de los horrores del alcoholismo de Cruz, sólo sabe que ella es la mujer que todos los días mete sus piernas en la cocina para darle de comer, que juega con él en la cama fingiendo que lo golpea, cargándolo, regañándolo, mientras él sacude su pequeña cara que está dentro de su pequeña cabeza, parpadeando, moviendo hacia atrás sus orejas como si ella lo fuera a golpear, pero lo único que hacen es jugar. Así que ahora se sienta frente a Cruz, y a pesar de que gesticulamos como locos mientras hablamos y de que ocasionalmente una violenta mano roza sus bigotes casi golpeándolos o de que El Indio decide agresivamente arrojar un periódico a la cama que cae justo en su cabeza, a pesar de eso, él permanece sentado sintiéndonos con los ojos cerrados, acurrucado al estilo de un Gato Buda que medita en medio de nuestros aspavientos como arriba la Paloma… Quisiera saber si el gato se da cuenta de que hay una paloma arriba del closet. Me gustaría que mi familia de Lowell estuviera aquí para que viera la forma en que los mexicanos conviven con los animales.
Pero el pequeño y pobre gato se ha convertido en un enjambre de moscas, lo que parece no importarle porque no se la pasa rascándose como los gatos americanos, se aguanta… Lo cojo y siento su flaco y diminuto esqueleto cubierto de grandes manojos de pelo… A pesar de que México es muy pobre, de que la gente es pobre, todo aquí se hace con alegría y desenfado, no importa lo que sea… Tristessa es una flaca drogadicta que vive su adicción despreocupadamente, un americano la viviría sombríamente… Con todo, ella tose y se queja todo el día, de igual modo y a intervalos el gato explota y se rasca furiosamente, lo que en nada le ayuda.

Jack Kerouac,
Tristessa (novela, fragmento), 1960.

Azul casi transparente

Anduve por el anfiteatro, en forma de abanico, hasta la última fila de asientos ; tuve la impresión de estar en pleno verano, con todas las cigarras zumbando al unísono en mitad de un bosque, durante la mañana.
Alguien pasó una bolsa con pegamento para esnifar, toda humedecida de opalescencias lechosas, otro pasó el brazo por el hombro de una chica riéndose sin parar con la boca llena de dientes, otro llevaba una camiseta con la cara de Jimi Hendrix. Todo tipo de zapatos apisonaban la tierra: de cuero zori, sandalias con correas atadas alrededor de los tobillos, botas de vinilo plateado con flecos, altos tacones esmaltados, zapatillas de tenis, sin contar los pies descalzos. Y toda la gama de pintura de labios, de uñas, de sombra de ojos, de pelos, de colorete oscilando al ritmo de la música el tumulto de inmensa ondulación. Cerveza espumada, desbordada, botellas de cola rotas, humo de cigarrillos alzándose espeso, el sudor resbalaba por la cara de una chica extranjera con un diamante en la frente, un tipo barbudo hacía girar un foulard verde anudado, subido en una silla y meneando los hombros. Una chica con una pluma en su sombrero escupió saliva, otra chica con gafas de sol verdes, abriendo la boca, se mordía por dentro las mejillas. Su falda, larga y mugrienta, se encrespaba ondeándose. El movimiento del aire parecía concentrarse alrededor suyo al compás del balanceo de sus caderas.
-¡Eh, Ryu! Eres Ryu ¿verdad?
El tío que me hablaba había extendido un paño negro en el suelo junto a la fuente de agua que había en la esquina del camino, y encima había colocado artículos de metal, broches y alfileres de corbata con forma de animales o símbolos zodiacales, incienso hindú, y folletos sobre yoga y drogas.
-¿Qué tal? ¿Te has hecho comerciante?
El tío, que se apodaba Macho, me sonrió mientras me acercaba, extendiendo sus manos en círculo, aquellas manos que siempre acariciaban discos de Pink Floyd cuando nos sentábamos en las cafeterías, tiempo atrás.
-No, sólo estoy ayudando a un amigo –dijo, meneando la cabeza. Era delgado, los dedos de sus pies estaban negros de mugre, le faltaba uno de los dientes frontales.
-Es un muermo, este tipo de música machacona está pasada de moda. Antes han actuado unos cantantes maricones, Julie o no sé qué, les he tirado piedras.
(…)
¿Ryu, te acuerdas de Meg? Ya sabes, la chica que vino a vernos en Kyoto y que quería tocar el órgano en nuestra banda. La de los ojos grandes, sí, aquella que nos contó que la habían echado de la escuela de arte –dijo Macho, sacándome un cigarrillo del bolsillo de la camisa y encendiéndolo. El humo escapó entre los huecos de sus dientes.
-Claro que me acuerdo.
-Vino a Tokio, a mi casa, quise que se pusiera en contacto contigo también, pero no sabía tu dirección. Porque ella decía todo el rato que quería verte, sabes. Debió ser poco tiempo después de que te mudaras.
-¿De verdad? A mí también me hubiera gustado mucho verla.
-Vivimos juntos un tiempo. Era una buena chica, Ryu, realmente una buena chica. Sí, era dulce, muy dulce. Por ejemplo, en el mercado vio que un conejo no se había vendido y le dio pena y lo cambió por su reloj. Era una tía con pasta, el reloj era un Omega, por un birrioso conejo, realmente demasiado, pero era de esa clase de chicas.
-¿Sigue todavía por aquí?
-Sin responder, Macho se levantó la pernera del pantalón y me enseñó su pantorrilla izquierda. Rosadas cicatrices de quemaduras le subían por toda la piel.
-¿Qué es eso? ¿Te quemaste? ¿Qué ocurrió? Tiene mala pinta.
-Sí, mal asunto, estábamos pirados y bailando, sabes, en mi habitación. Su falda se prendió fuego, de la estufa de gas, sabes, una maxifalda. Ardió en el acto, en un instante, y ni siquiera se le podía ver la cara.
Se echó hacia atrás el pelo lacio, tiró el cigarrillo y lo apagó con su sandalia.
-Se quemó, casi hasta carbonizarse, un cuerpo abrasado no es agradable de ver, sabes, una cosa mala. Vino su padre. ¿Y cuantos años te crees que tenía ella? Quince, sólo quince años, me quedé petrificado al enterarme.
Sacó chicle de un bolsillo y se lo llevó a sus dientes rotos. Lo rechacé cuando me lo ofreció.
-Si yo hubiera sabido la edad que tenía, la hubiera mandado de vuelta a Kyoto. Me dijo que tenía veintiuno, actuaba como si los tuviera, así que la creí, de veras.
Luego Macho dijo que quizás volviese al campo, que si quería ir a visitarle.
-Siempre me estoy acordando del aspecto de su cara en aquel momento. Para el viejo también fue terrible. No voy a pirarme nunca más. Al menos con aquella mierda de Hyminal.
-¿Le pasó algo a tu piano?
-¿Si se quemó? Ella fue la única que ardió, sabes, el piano ni se enteró.
-¿Pero ahora ya no lo tocas?
-Sí, sí lo toco. ¿Y tú qué tal, Ryu?
-Me estoy quedando hecho pura herrumbre.
Macho se levantó y fue a comprar un par de coca-colas. Me ofreció unas palomitas sobrantes. De vez en cuando, soplaba una brisa caliente.
Las burbujas me pinchaban la garganta, agarrotada por el Nibrole. Sobre el paño negro, un pequeño espejito con los bordes labrados reflejaba mis ojos amarillentos.
-¿Te acuerdas cuando yo tocaba el Crystal Ship de los Doors?
-Cállate, ahora cuando lo oigo me dan ganas de llorar, cuando oigo ese piano es como si lo estuviera tocando yo, no puedo aguantarlo. Quizás dentro de muy poco ya no sea capaz de escuchar nada, todo es tan condenadamente nostálgico. Estoy quemado. ¿Y tú, Rúo? Porque muy pronto los dos cumpliremos los veinte ¿no? No quiero acabar como Meg, no quiero volver a ver a nadie en ese estado.
-¿Vas a volver a tocar a Schumann?
-No me refiero a eso, sabes, pero de lo que estoy seguro es de que quiero apartarme de esta asquerosa forma de vida, lo que pasa es que no sé qué hacer.
Escolares con uniformes negros pasaban en línea de a tres por el camino que había más abajo. Una mujer con un banderín de guía, con toda la pinta de ser la profesora, les estaba diciendo algo en voz alta. Una niñita se paró y nos miró a Macho y a mí apoyados en la verja de alambre, los dos con melenas y aspecto cansado. Llevaba un gorro rojo y nos miró, mientras sus compañeros iban pasando de largo. La profesora le dio un golpecito en la cabeza y ella volvió a la fila corriendo, agitando un morral blanco. Antes de perderse de vista, se dio la vuelta para echarnos una última mirada.
-Un viajecito escolar –murmuré.
Macho escupió el chicle y se rió:
-¿Un viaje a mi edad?
-¿Oye, Macho, qué pasó con el conejo?
-¿El conejo? Lo conservé un tiempo pero me daba malas vibraciones, y no pude encontrar a nadie que se lo quedara.
-Quizás yo podría.
-¿Eh? Demasiado tarde, me lo comí.
-¿Te lo comiste?
-Sí, le pedí al carnicero del barrio que lo matara, pero era un conejo muy pequeño, no tenía mucha carne. Lo rocié con ketchup, sabes, me costó sacar algo.
-¿Te lo comiste, eh?
El sonido de los grandes bafles parecía ajeno a la gente que se movía en el escenario. Parecía un ruido que hubiese estado sonando desde el principio de los tiempos, y que, hoy, una banda de monos maquillado bailasen a su ritmo.
Toda sudorosa, Moko vino hacia nosotros, miró a Macho y me agarró de la manga.
-Te llama Yoshiyama, allá abajo. A Kazuo le han pegado los de seguridad, está herido.
Macho se volvió a sentar junto al paño negro.
-Oye, Macho, avísame cuando te vayas al campo.
Le lancé un paquete de Kool mentolado.
-Sí, y tú cuídate –me lanzó un broche hecho con nácar transparente-. Aquí tienes, Ryu, es el Barco de Cristal.

Ryu Murakami,
Azul casi transparente (novela, fragmento), 1976.

miércoles, 16 de agosto de 2006

Una plegaria americana

¿Has sentido el calor del progreso
bajo las estrellas?

¿Sabes que existimos?

Has olvidado las llaves
del reino

¿Has nacido
y estás vivo?


Reinventemos a los dioses, a los mitos
seculares

Adoremos los símbolos de los profundos bosques ancestrales

(Has olvidado la lección
de la antigua guerra)


Necesitamos doradas, inmensas copulaciones

(…)

¿Sabes que nos gobierna la t.v.
La luna es una bestia de sangre reseca
Bandas de guerrilleros lían porros
en el vecino patio de viña verde
y se aprovisionan para la guerra en las inocentes espaldas
de boyeros agonizantes?


Oh gran creador del ser
concédenos una hora más para
redondear nuestro arte
y perfeccionar nuestras vidas


Las polillas y los ateos son dos veces divinos
y moribundos
Vivimos, morimos
y la muerte a nada pone fin
Seguimos viaje hacia la
Pesadilla

(…)

(Le toqué un muslo
y la muerte sonrió)


Nos hemos reunido en este loco
y antiguo teatro
Para pregonar nuestra pasión de vivir
y huir de la multitudinaria sabiduría
de las calles

(…)

Con nosotros fabrica ángeles la muerte
y nos pone alas
donde teníamos brazos
suaves como garras
de cuervo


Basta de dinero, basta de disfraces
Este otro Reino parece con mucho el mejor
hasta que su otra mandíbula revela el incesto
y la relajada obediencia a una ley vegetal


No iré
Prefiero un Festín de Amigos
a la familia Gigante


James Douglas Morrison,
Una plegaria americana (fragmentos), 1970.

martes, 15 de agosto de 2006

Estancias nocturnas

Sonámbulo, dormido y despierto a la vez,
en silencio recorro la ciudad sumergida.
¡Y dudo! Y no me atrevo a preguntarme si es
el despertar de un sueño o es un sueño mi vida.

En la noche resuena, como en un mundo hueco,
el ruido de mis pasos prolongados, distantes.
Siento miedo de que no sea sino el eco
de otros pasos ajenos, que pasaron mucho antes.

Miedo de no ser nada más que un jirón del sueño
de alguien -¿de Dios?- que sueña en este mundo amargo.
Miedo de que despierte ese alguien –¿Dios?, el dueño
de un sueño cada vez más profundo y más largo.

Estrella que te asomas, temblorosa y despierta,
tímida aparición en el cielo impasible,
tú, como yo –hace siglos-, estás helada y muerta,
mas por tu propia luz sigues siendo visible.

¡Seré polvo en el polvo y olvido en el olvido!
Pero alguien, en la angustia de una noche vacía,
sin saberlo él, ni yo, alguien que no ha nacido
dirá con mis palabras su nocturna agonía.

Xavier Villaurrutia, de Nocturnos y nostalgias (fragmento de Obras).

jueves, 10 de agosto de 2006

¿están ante la puerta los amigos
los familiares
tal vez un beso
un apretón de manos?

¿por qué no les dices, madre
que vengan otro día
que uno no nace el día de su cumpleaños
sino al mirar llorar a una muchacha
o al probar ese bocado de durazno
que nos dan en el mercado?

que no insistan
diles,
madre
que no vengan
a decirme que hace un tiempo
yo te desgarraba el vientre
y ese calor que no he sentido desde entonces

que no me digan
que tengo veintitantos años
que tengo la vida por delante
cuando la vida justamente es otro día
que nace
con el primer ojo morado
o con los besos de una novia en el verano

¿es que no entienden
que uno nace
el día en que descubre el chocolate
o un papel con la letra del abuelo
y no este frío y solitario ocho de enero?


Moisés Ramírez, de Manual para cantar.

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miércoles, 9 de agosto de 2006

Paradiso

HOY: 30 años de la muerte de Lezama Lima

Mamita había criado a Trinidad, Vivino, Tranquilino y el ordenanza. Esos nombres se habían contraído a la facilidad y eran Truni, Tránquilo y Vivo. Se le decía Mamita porque era la Abuela. No se hablaba nunca de sus padres, se habían difundido en un claroscuro familiar. Mamita era la vieja pasa, pequeña, ligera, siempre despierta hilandera, hablaba poco, como si suspendiese la respiración al hablar. Su carne era su bondad. Su fidelidad lejana era el Coronel. De lejos le seguía, lo cuidaba con oraciones y rosarios. Sabía que su casa y sus nietos dependían de él. En 1910 se había arrancado de Sancti Spiritus. Había que meter los nietos en el ejército. El ordenanza Morla, parlanchín y falso, tenía asegurado su puesto. A Tránquilo, que había domado potros, había que meterlo en el Permanente. Vivo era perezoso y siempre estaba escapado. Su acción adquiría siempre el relieve de una fuga. Truni, punto medio de criada y niña de compañía, estaba siempre de novios. Se casaría con el gallego Zoar, ordenanza segundo. Mamita se deslizaba entre todas esas figuras fuertes, solapadas, de léperos, con toques de silencio y bondad. Cuando aquellos campesinos, que el Coronel empotraría en el ejército, hablaban de sus señores, Mamita sin odiarlos, se silenciaba para agrandar su fidelidad. En aquellos años ya parecía que se iba a ir, que se moriría muy pronto. Era siempre esa persona indecisa, delicada, que cuando la conocemos se muere tres años más tarde. Así se ovillaba en el recuerdo, entre su trabajo y su desvanecerse. Su vejez era como otra forma de juventud, más penetrante a la transparencia, a la ligereza. Saltaba del sueño a lo cotidiano sin establecer diferencias, como si se alejase sola, caminando sobre las aguas.

El solarete entrelazado a la rifosa casa del Venado, produce una escasez de pinta sobresaltada, abundoso el parche se hace montura y se ramea con una corbata Zulka, regalo del patrón en trance de carantoñas a la tía dulcera. Juan Cazar, bombero retirado, ebanista de viruta jengibre, hace himeneo legalizado con Petronila, y su hija Nila, que asegura ringlera de suspensos en el ingreso normalista. El caserío se aplana en una hondonada, y la latería de la conserva grande se amarra a la madera breve por la techumbre. Un cartón de caja grande de sombrero cierra el ojo a la sonrisa de una puerta con un mantecado viejo. La cama de dos, con un estampado aguado, que le regaló la viuda a Petronila, que camina todas las tardes hacia el caserón para dar puntadas o descoser un vestido de mostacilla, envegetado en un daguerrotipo. Cazar está ciego y Petronila engorda a falsía de cardiaca. A la izquierda del camerón, el piano de Nila, enseria siesta. A la otra banda, la ceguera de Cazar traza laberintos en la recién traída mesa escritorio de cortina plegable. Centellita por aquellas pesadeces el canario se escapa de las puntadas y del cegato. A los pies de la camera, una cortinilla obtura el plegable donde Nila duerme sus libretas de notas. De noche Petronila florece por el caserío con bisbiseos y pitagorismos antillanos. Cuando regresa a su arqueta, cubre con arenilla de leve montaña el verticalizado esqueleto de un pez. Por el alba, los cuatro mulatones más viejos del caserío acuden a desenfundar la fauna cabalística. Los cuatro venerables se retiran en alabancioso ceremonial.

José Lezama Lima
Paradiso (novela, fragmento), 1968.

martes, 8 de agosto de 2006

Antiserenatas (última parte del jueves perfecto)

Así que mientras recorremos la ciudad, oímos música de Morrisey y miramos los graffittis de Sueño-Dimes-HEM en nuestras paredes. Esta es nuestra ciudad y la verdad nos avergüenza, pero nunca hacemos nada por mejorarla. Y mientras descendemos por los laberintos repletos de baches de esta nuestra ciudad, los muchachos afinan las guitarras y, por supuesto, escuchan a Morrisey. No a todos les gusta, no todos lo queremos oír.
El caset rebota. Y Carter the Unstoppable Sex Machine deja oír su cyberpunkismo inglés de finales de siglo.
Hemos llegado a la casa de la primera víctima. El nombre no lo conozco, pero sé que le dicen Fantoche. Se cree punk e insulta a toda la gente. Piensa que eso es ser punk. Pobre de él, no quiero imaginar lo que le harán Zoé, Skin y los otros, y tampoco quiero pensar cómo lo orinaría John Lydon. Y pensar que no se tomaría la molestia.
Tocamos a su casa y al salir le gritamos algunas frases para hacerlo sufrir; después se escuchó el solo de la guitarra, e inmediatamente se dejaron ver las bombas llenas de meados, que le tirábamos a su cara y a su cuerpo. Lloró mucho. Nunca antes lo había visto llorar y después de esto dudo mucho que se nos vuelva a acercar. Tal vez esto le enseñe a no creerse el muy punk.
-Y esto fue Fantoche, la antioda –gritó alguien desde la penumbra.
Luego partimos hacia otra víctima, hacia mi víctima. Hacia este momento que tanto esperé y que todos deseábamos vivir, hacia la humillación de quien siempre intentó hacerme daño y sin embargo nunca lo logró completamente.
No tardamos mucho en llegar, si acaso cinco minutos. No perdimos un solo minuto, las mañanitas hardcore punk sonaron desde que bajamos del carro.
-Estas son las mañanitas / que cantaba el Rey David / a los tontos cabezones / que golpeamos así.
Y al cantar esto pateábamos al aire, o al piso, o golpeábamos algo con mucho coraje. César no tardó en salir y trató de tomar la antiserenata como una broma. Nos recibió con un:
-¿Qué onda? Pásense un rato, ¿no?
Siempre lo hemos odiado. Es malo. Trata mal a todos, se cree el héroe y en la primera oportunidad trata de humillarte. Una vez fui su amigo, pensamos abrir un negocio (un puesto en el swap meet), sólo que tuvimos un pequeño problema: no estábamos de acuerdo en si ponerle nombre o no. Él deseaba ponerle un nombre tonto como Seducción Violenta o Ansia Conformista. Yo no quise tener un negocio llamado así y rompí el trato, digo ¿quién diablos le pone nombre a los puestos en un swap meet? Obviamente, nada más la gente como él. Una semana después mandó a veinte muchachos a golpearme. Poco faltó para que lo hicieran, pero me escapé corriendo de una manera no muy heroica. Ahora es su turno, sólo que él no escapará. No me arrepiento de mi pasado y espero que él tampoco se arrepienta del suyo.
-¿Chingasatumadre? –le pregunto.
Lo tomó a broma. Se rió. Skin y un desconocido lo tomaron por la espalda. Zoe me pasó un bote de pintura aerosol plateada, de esas que no dañan el ozono (estilo glitter disco clásico) y Karlos me pasó otro (color verde fosforecente glow-in-the-dark). Entre todos lo desnudamos (sin golpearlo). Luego lo pinté. La cara plateada, el cuerpo verde.
Pasarán días para que se le borre la pintura; preferiría que pasaran años (de paso me volvería adulto y sería libre).
La noche transcurrió entre serenatas y patadas. Me recordó tanto a Naranja Mecánica (esta noche todos fuimos Alex). Finalmente llegó el amanecer y, con él, el mundo ordinario. Nos olvidamos de estos nuestros problemas y adoptamos otros aún más sencillos, aún más ridículos, más difíciles de resolver.


Fran Ilich
Metro-Pop (novela, fragmento), 1997.

El rey criollo

Antes de empezar la película era un auténtico relajo, un vil desmadre como se dice vulgarmente. Las pandillas gritaban: ¡Aquí la Guerrero! ¡Aquí la Roma! ¡ChinguenasuputamadrelosputosojetesdelaNarvarte! No sé a qué se debe que seamos tan odiados. ¡LosnacosdelaGuerreronosvienenapelarlaverga! O los gritos entre los gritos: ¡Todaslasviejasdeallaabajosonunaboladeputasculeras! ¡Yallegósupadrehijosdelachingada! Y luego un cuate con voz de trueno gritando: ¡Chingueasumadreelquenoladre! Y todo el pinchecine ladra y ladra, creo que hasta las viejas, menos yo porque no le hago caso a cualquierpendejo. Y yo por acá y por allá, allende y acullá, saludando a cuates de la prepa: al Malhecho, al Chiras, a Germán el pianista del conjunto de la prepa llamado Los Boppers, al Greña Brava, al Mechas de Indio, al Solícito, en fin a todos los seguidores de Elvis y el rock. Y entra y entra cuates y cuates en bola, silbando, risa y risa. Y que entran unas viejas con chamarras de cuero con suásticas pintadas, pony tails n’ bobby socks, muy rocanroleras, con libros y cuadernos. Y una boladecabrones las rodeó. Las viejas del miedo no saben qué hacer. Los cuates: ¡Órale, órale! Yo me preguntaba: órale qué. Las viejas bien espantadas, fruncidas a morir. ¡Déjenos ir! Uno que otro las manoseaba discretamente. Las viejas: ¿Qué quieren? Unos cuates: ¡Déjenlas! Y uno: ¡Que bailen! ¡Sí, que bailen!, respondió la bola. ¡Que bailen! Y la que parecía la líder: Okey, si bailamos, ¿nos dejan? Y un cuate empezó a cantar: Bibopalula es mi beibi / Bibopalula nadie sabe cómo te quiero yo, te quiero yo, te quiero yo / Bibopalula no me dejes así, me dejes así, me dejes así. Y las pinchesviejas baila y baila como locas, sacudiéndose todas. Los cuates palmotea y palmotea, chasqueando los dedos. La jefa era la que hacía pasos a la Elvis por aquí y por allá, temblando una pierna. Las otras: ¿ya? ¿ya? Y loscabrones: otra y ya. Y luego el cantante antipresley: ese pollito yo vi cómo se me sonrió… Y de la multitud de rebeldes surgieron unos héroes. Ya estuvo bueno, déjenlas. Y las dejaron ir. Salieron como cohetes. Felices de que nada más las hubieran hecho bailar y no les hubieran hecho otra cosa. Se apagaron las luces y todo el cine se calló. Un silencio largo, largo. Y cuando empezaron los noticieros todo el mundo mentandolelamadre al cácaro, silbando. El Noticiero Continental parecía no tener sonido, todo mundo rayándolesuputamadrealcabrón que hablaba. Luego unas voces cantando: Me voy pa’l pueblo/ hoy es mi día /chingueasumadrelapolicía. Y claro, todo el mundo se puso a cantar. Yo estaba botado de la risa, canta y canta: Me voy pa’l pueblo/ hoy es mi día /chingueasumadrelapolicía. Y luego una voz por un micrófono dijo que si seguía el desmadre la función sería interrumpida. Todos lementaronlamadre al dueño de la voz. Y empezó King Creole.
El bajo, las voces de Los Jordanaires. La voz del Rey: There’s a man in New Orleans who plays the rock n’ roll…
Abajo las viejas gritando, arriba también los cuates. Todos palmoteando, chasqueando los dedos al compás de “King Creole”. Y cuando apareció Elvis algunos gritándole.
Todos fumában como locos. Elvis, recargado en un barandal de la terraza de una casa vieja colonial de New Orleans cantaba “Crawfish”, los cuates chasqueaban los dedos. Yo fuma y fuma. Mis cuates palmoteando cuando Elvis cantaba “Trouble” en el cabaret de los años veinte, el Golden Goose, padre, digo, chingonchingonísimo. Elvis bailando depocamadre, de seguro abajo, las nenas locas, muertas, delirando, extasiadas. Algunas viejas gritaban como si las estuvieran desflorando o algo por el estilo. Pero en realidad abajo casi estaba en silencio. Entre una escena romántica entre Elvis y la heroína, unos gritaron: ¡Yacógetelabuey! ¡Esaviejaesputa! ¡Yanoesquinto! ¡Yanoseteparaniconglobos! Los cigarros volando y brillando por aquí y por allá como luciérnagas. Elvis cantaba “Don’t ask me why”. Rock lento: I’ll go on living you / Don´t ask me why / Don’t know what else to do / Don’t ask me why / Hoy wad my heart would be / if you should go… Y yo pensansando en Lulú: junto a mi en el cine. Y cuando Elvis cantaba “Lover Doll”: …You’re the cutest lover doll… I’m crazy for you… Let me rock you in my arms… I’ll take you home… Let me be your lover boy, let me be your lover boy… Yo y Lulú en una fiesta bailando, yo y Lulú en la sala de su casa, yo y Lulú caminando por una calle al atardecer, yo con mi guitarra de dos cuerdas rocanroleando. Young dreams, my Herat is fill with young dreams… In my eyes, oh can you see in my eyes that you are the only one / who make my young dreams come true… /Take my hand… Oh darlin’ take my hand… And let me make you part of all my young dreams… sentados en la alfombra, oyendo el disco en la sala de la casa de Lulú.
Bienchingona la película, cuando por lo que sea el cine estaba en silencio, unas viejas entraron, empezaron a buscar asientos. Y del silencio surgió un grito: ¡Carne! ¡Carne! ¡Caaarrneeee! Y una bola se abalanzó contra ellas. Y ellas empezaron a gritar y los cuates se las cachondeaban por todos lados… Ellas lloraban. Una de ellas gritó:
-¡Hija! ¡Hija! ¡Dios mío!
Algunos cuates las defendieron, se armaronlosmadrazos y ellas pudieron huir, medio desvestidas, luego pareció que ya todo se había calmado, pero empezaron a arrancar los asientos de las butacas y a aventarlos, todo mundo corriendo como loco por todas partes, como si se estuviera incendiando el cine. La función se interrumpió y encendieron las luces. Y siguió el desmadre hasta que llegaron los granaderos y nos sacaron a todos del cine. Las chamacas espantadas de verles la cara como nalgasdegorila a los granaderos. Nada pasó, los granaderos no le hicieron nada a nadie.


Parménides García Saldaña
El rey criollo (cuento, fragmento), de El rey criollo, 1967/1997.

La tumba

Si inclino la cabeza, ¿qué pasa? Nada. Siempre me pregunté que si en lugar de masa encefálica no tendría algún líquido dentro de mi cerebro. Como el de los encendedores. Movía la cabeza, tratando de escuchar ruidos.
Me divertía más eso que oír las alegrías de los amigos de mi padre. Uno de ellos, el señor Noimportasunombre, estaba muy acalorado y hasta podía decirse que intimidaba a los demás. Otro señor ídem, calvo y esquelético, lo reprobaba con movimientos periódicos de cabeza.
¿Tendrá algo gris dentro de ese óvalo?, me pregunté, pareciéndome graciosa la idea.
El señor Acalorado se calmó y siguieron platicando tranquilamente. Al entrar mi padre, alguien dijo que yo era un muchacho muy serio y rió con estupidez. Después, se volvió hacia mí, paternal.
-¿Qué estudias?
-Entré en la preparatoria.
-¿Listo para sobresalir?
-¡Sí!
-¿Es cierto que hablas francés?
-Sí, señor.
-¡Qué bien!
-Escribe –terció mi padre.
-¿Qué escribes?
-Cuentos, novelas; en resumen, estupideces.
-¿Qué tratan tus novelas?
-Lo que se puede, señor.
-¿Abordas problemas sexuales?
-Cuando es necesario, señor.
-Eso es muy interesante.
-No, no lo es, señor, nunca me ha interesado el morbo ni escribir para morbosos.
La cara se le encendió cuando mi padre me lanzaba una mirada severa. Sonreí. Merecido lo tienes, por cochino.
Siguieron platicando. Alguien se lanzó a narrar, con todo lujo de precisiones, la última escaramuza de su incesante persecución de faldas. Me miraron de soslayo.
Maldije la hora en que había decidido acompañar a mi padre a su club. Jacques, que creía filosofar, alguna vez sentenció:
-Si el aburrimiento matase, en el mundo sólo habría tumbas.
Juzgué en esos momentos que tenía razón, para luego recurrir a la pregunta acerca del interior de mi cerebro.
¿Líquido?, ¡psst! -¿Qué estaría haciendo el Círculo Literario? -¿Masa encefálica, o fálica nada más? –Iban a leer a Kierkegaard, je je, una parte del Concepto de la angustia. –Un torrente de líquido artificial corre por mi cerebro. –Debí haber ido. –Y no sólo en la cabeza: en todo el organismo. -¡Ahora, seguramente, destrozan a Kierkegaard! –Las venas, llenas. –Pero cuando hablen de Nietzsche, Jacques lo defenderá con ardor. –Nos suena-. Se cree superhombre.
¡Zas!, una muchacha entró, seguida de un hombre obeso. Ojos vivos, nariz perfecta. Muy bonita. Se hacen las presentaciones. Germaine Noentendí, hija de conocido explotador extranjero.
-Mucho gusto.
-El gusto es suyo.
Nos aconsejan que salgamos a tomar un refresco.
-Encantado.
Camina muy chic. Veinte años, no más. Entramos en el bar.
-Un high.
-Ídem.
Me mira, sonriendo cortésmente. Por supuesto, trata de aquilatarme.
-¿Pasé?
-¿Cómo?
-Que si pasé el examen.
Sonríe.
-Sí.
-¿Con qué calificación?
-Mínima aprobatoria –riendo.
-Ajá.
-¿Y yo?
-Aprobadísima, con mención et all.
Pensé: Esto no va del todo mal. Llega el mesero con los whiskies. Ahora, las preguntas de rigor, comienza la ronda de siempre.
-¿Cómo te llamas?
-Gabriel Guía es el nombre.
-¿Con dos ges? Yo me llamo Germaine Giraudoux.
-Con dos ges también.
-Sí.
-Es gracioso. Y tú, ¿qué haces?
-Pretendo estudiar.
-Ah. ¿Y qué estudias?
-Filosofía.
(Que je suis un menteur!)
-Eso no está mal.
-No, no lo está. Y tú, ¿a qué te dedicas, digo, aparte de frecuentar este horrendo club de señores panzones?
-No me dedico más que a lo normal.
-¿Qué es lo normal?
-La sarta de estupideces por las que atravesamos.
-¿Qué, en resumen?
-Es claro: la vida.
-…
-¡Anda, eso es interesante!
-No, querido Gabriel, no lo es.
(Sceptique?)
-Okay.
-¿Y cómo andas de filosofía?
-Pues…
-¿Qué hay con este muchacho Kierkegaard?
-Es bueno.
-¿Heidegger?
-Ídem.
-¿Y Nietzsche?
-No exageremos.
-Pues no andamos tan lejos.
-Eso me agrada.
-¿Tienes coche?
-Yep.
-¿Todo tuyo?
-Para mí solito.
-Entonces paga. Esfumémonos de aquí.
-Perfecto. Este lugar me hincha.
Pagado el adeudo (dos jaiboles, treinta y dos pesos), salimos. En el coche iba silenciosa, sonriendo de una manera extraña. Ya había anochecido. Di algunas vueltas absurdas y luego me interné en una calle oscura. (Delectatio.) Parpadeaba con una velocidad increíble al decir:
-¿Tan rápido?
y mirándome con una casi húmeda manera, tiró el cigarro por la ventanilla. Contesté simplemente:
-¿Qué esperamos?
Besaba muy raro, con una especie de refinamiento para mí desconocido. Al preguntarle por el origen de su kissin’ way, sólo dijo:
-Es mi estilo.


José Agustín
La tumba (novela, fragmento), 1964.

miércoles, 2 de agosto de 2006

Un plato de soledad

Si está muerta, pensé, jamás la encontraré en esta blanca riada de luz lunar sobre el mar blanco, con el oleaje que va y viene sobre la pálida, pálida arena como un gran champú. Casi siempre, los suicidas que se clavan un cuchillo o se pegan un tiro en el corazón toman la precaución de desnudarse el pecho, el mismo extraño impulso hace que, por lo general, los que se suicidan en el mar vayan desnudos.
Un poco más temprano, pensé, o más tarde, y proyectarían sombras las dunas y la espasmódica respiración de la espuma. Ahora la única sombra real era la mía, una cosa pequeña allí debajo, pero suficientemente negra como para alimentar la negrura de la sombra de un zeppelín.
Un poco antes, pensé, y podría haberla visto caminar arrastrando los pies por la orilla plateada buscando un sitio bastante solitario donde morir. Un poco después y mis piernas se rebelarían contra ese trote difícil por la arena, la exasperante arena que no podía sostener y no estaba dispuesta a ayudar a un hombre con prisa.
Mis piernas cedieron entonces y me arrodillé de pronto, sollozando: no por ella, todavía, sino por el aire. Había tantas corrientes: viento, y espuma enredada, y colores sobre colores y tonos de colores que no eran colores sino variaciones de blanco y plateado. Si una luz como aquella fuera sonido, sonaría como el mar en la arena, y si mis oídos fueran ojos, verían esa luz.
Me quedé allí en cuclillas, jadeando en medio del remolino, y entonces me golpeó el agua, una ola rápida y poco profunda, que al tocarme las rodillas saltó y giró como pétalos de flor, mojándome hasta la cintura. Apreté los ojos con los nudillos para que se abrieran de nuevo. Tenía en los labios el mar con el sabor de las lágrimas, y toda la noche blanca gritaba y lloraba en voz alta.


Theodore Sturgeon, Un plato de soledad (cuento, fragmento)
De La fuente del unicornio, 1953.

El prodigioso miligramo

...moverán prodigiosos miligramos
CARLOS PELLICER


Una hormiga censurada por la sutileza de sus cargas y por sus frecuentes distracciones, encontró una mañana, al desviarse nuevamente del camino, un prodigioso miligramo.
Sin detenerse a meditar en las consecuencias del hallazgo, cogió el miligramo y se lo puso en la espalda. Comprobó con alegría una carga justa para ella. El peso ideal de aquel objeto daba a su cuerpo extraña energía: como el peso de las alas en el cuerpo de los pájaros. En realidad, una de las causas que anticipan la muerte de las hormigas es la ambiciosa desconsideración de sus propias fuerzas. Después de entregar en el depósito de cereales un grano de maíz, la hormiga que lo ha conducido a través de un kilómetro apenas tiene fuerzas para arrastrar al cementerio su propio cadáver.
La hormiga del hallazgo ignoraba su fortuna, pero sus pasos demostraron la prisa ansiosa del que huye llevando un tesoro. Un vago y saludable sentimiento de reivindicación comenzaba a henchir su espíritu. Después de un larguísimo rodeo, hecho con alegre propósito, se unió al hilo de sus compañeras que regresaban todas, al caer la tarde, con la carga solicitada ese día: pequeños fragmentos de hoja de lechuga cuidadosamente recortados. El camino de las hormigas formaba una delgada y confusa crestería de diminuto verdor. Era imposible engañar a nadie: el miligramo desentonaba violentamente en aquella perfecta uniformidad.

Juan José Arreola, El prodigioso miligramo (cuento, fragmento)
De Confabulario, 1952.



Descárgalo completo aquí.

Grita!

Hoy te encuentro como vuelta de un naufragio
Levemente fría y neblinosa,
Aunque te niegue el rugido de las calles
Grita
Grita alto sobre el estruendo y la indiferencia
Entre las multitudes
Frente a las caras muertas de los bares
Grita junto a los números turbios del calendario
Contra la policía
Contra el humo que inunda los cristales
Y la prisa urbana ajena del azul
Contra este vaivén infame de difuntos
Contra el orden
GRITA.


Agustín García Delgado.

martes, 1 de agosto de 2006

Radiotekhnika cantina

La peregrinación llegaba a su fin. La iguana tenía rato de muerta, era un cartón viejo, planchado sobre el asfalto del enorme estacionamiento. Se freía a fuego lento, al igual que la Caribe roja que entraba al lugar. Ya nadie construía SAM’S en medio del desierto, al menos no tan lejos de Hermosillo. Entre la reverberación, los tripulantes del vehículo distinguieron el esqueleto del supermercado mayorista: siempre había sido un falso oasis.
-Va-mos-a-va-ler-ma-dres –tarareaba ella mientras bajaba de la Caribe, bailando al ritmo de la música que emitía su discman sin baterías. Él la ignoró, mientras sacaba el cuerpo del Tanates para dejarlo al lado de la iguana, para que al menos se hicieran compañía. Lo dejó boca arriba, con el hoyo de la bala expuesto en la frente, pensó que así le hubiera gustado quedar.

Gerardo Sifuentes, Radiotekhnika cantina (cuento, fragmento)
De Perro de luz, 1999.

Conversaciones con Yoni Rei

CORTE A:
Fotografía de Yoni Rei con cara de felicidad, mientras conecta una terminal eléctrica al soquet que tiene en la cabeza, directo a sus centros de placer.

Yoni Rei tenía que ir cada semana, imaginen ustedes, a la sucursal indicada por la corporación para que le dieran una dosis de Fribidol, necesaria para poder vivir. Todos los ahora jóvenes resultado de este experimento lo tienen que hacer. ¿Por qué? Eso es fácil, los hacían adictos desde pequeños, era una forma de control. Una voz metálica y engañosamente amable, le decía: Yoni Rei, deja de jugar con la pierna mecánica de tu compañero, o deja de jalar los cables de tu hermanito, o vuelve a poner la batería de tal o cual muchacho en sus espalda, o no te vamos a dar de tus dulces. Y los dulces eran tabletas de Fribidol cubiertas de caramelo. Y Yoni Rei lloraba con los primeros síntomas de necesidad de la droga, cuando las conexiones que unían su piel y los circuitos electrónicos empezaban a doler como una continua extracción dental, cuando su boca se llenaba, lentamente, del sabor a la desesperación, del saber que tienes una comezón que no puedes rascar, de la sensación de que hay insectos que hacen sus nidos y tienen sus crías bajo tu piel, de esa hambre insaciable del alma que sufre cualquier drogadicto. Quizás por eso Yoni Rei se sacó un ojo, con sus propios dedos, cuando tenía seis años de edad. Pero no tenía que preocuparse; gracias a la ciencia moderna, gracias a la tecnología y a la buena voluntad de TELCOR, Yoni Rei recibió un ojo nuevo, un ojo metálico, un ojo impuesto en su cuerpo con tanta violencia como fue arrancado.


Pepe Rojo, Conversaciones con Yoni Rei (cuento, fragmento)
De Yonke, 1998.