viernes, 25 de agosto de 2006

Generación X

-Sé un relato sobre el fin del mundo –dice Dag, terminando lo que queda de un té frío; cubitos de hielo deshechos hace tiempo. Luego se quita la camisa, dejando a la vista un pecho un tanto huesudo, enciende otro pitillo con filtro y se aclara la voz con un gesto nervioso.
El fin del mundo es un asunto recurrente en los cuentos para dormir de Dag. Relatos escatológicos de uno, allí mismo bajo la Bomba, y de lo que le pasa, llenos de detalles y contados con voz inexpresiva.
Y así, sin más, empieza:
-Imaginad que estáis haciendo cola en un supermercado, digamos que en el supermercado Vons, en la esquina de Subset con Tahquitz, aunque en teoría podría ser un supermercado cualquiera, y estáis de un humor de perros porque al venir en coche habéis tenido una discusión con vuestro mejor amigo. La discusión se inició por culpa de una señal de tráfico que decía “Ciervos durante 3 kilómetros”, y tú dices: “¿De verdad esperan que creamos que queda algún ciervo?” lo que hace que tu mejor amigo, que va en el asiento del pasajero mirando la caja de las casetes, encoja los dedos dentro de su calzado deportivo. Y te das cuenta de que has dicho algo que resulta inquietante y divertido, por lo que llevas las cosas más lejos. “Y a propósito –añades-, ¿no te parece que ahora ya no se ven tantos pájaros como antes? Y ¿sabes lo que me contaron el otro día? Que en el Caribe ya no queda ni una concha porque los turistas se las llevan todas. Y ¿no se te ha ocurrido pensar nunca que cuando vuelves en avión de Europa, y estás unos ocho kilómetros por encima de Groenlandia, hay algo, no sé, anormal, en que se puedan comprar máquinas fotográficas, whisky y pitillos en el espacio?”
Entonces tu amigo explota, te llama imbécil, y dice: “¿Por qué coño eres siempre tan negativo? ¿Por qué tienes que ver algo deprimente en todo?”
Tú respondes: “¿Negativo? ¿Yo? Creo que realista es una palabra más adecuada. ¿Cómo puede ser que vengamos en coche desde Los Ángeles, que hayamos visto veinte mil kilómetros cuadrados de centros comerciales y que no tengas ni la más mínima sospecha de que algo, en alguna parte, está yendo muy, pero que muy mal?”
La discusión no lleva a ninguna parte, claro. Siempre pasa con ese tipo de discusiones, y posiblemente te acusen de ser un negativo pasado de moda. Resumiendo, que estás solo en Vons, el número tres de la cola, con malvavisco y briquetas para la barbacoa de la tarde, el estómago encogido y con acidez por el enfado, y tu mejor amigo está afuera, dentro del coche, ignorándote expresamente y oyendo malhumorado música de big band en la emisora de onda media que trasmite del circo sobre hielo desde el valle de Cathedral City.
Pero parte de ti está también fascinada por el contenido del carrito del hombre, a todos los efectos obeso, que se encuentra delante de ti en la cola.
“¡Dios santo, lleva de todo! Botellas de plástico de dos litros de diet cola, pasta preparada para hacer tartas con sabor a caramelo en el microondas con sus propios recipientes de aluminio incluidos (diez minutos de menos, diez millones de años en el muelle de descarga municipal del condado de Riverside), y litros y litros de salsa embotellada para espaguetis… toda su familia debe de andar terriblemente estreñida con un régimen así, y oye… ¿no tienen bocio?”
“Dios santo, el precio de la leche no es tan algo en estos tiempos”, te dices a ti mismo, fijándote en la etiqueta del precio de una de las botellas. Hueles el olor dulzón a cereza del distribuidor de chicle y a revistas sin leer, baratas y atractivas.
Pero de repente se apaga la luz.
Las luces se encienden, vuelve la normalidad, luego se oscurecen, se apagan otra vez. Lo siguiente que desaparece es la música ambiental, y después se oye el murmullo creciente de las conversaciones, enojadas, como en un cine cuando se corta la película. La gente se dirige al pasillo nueve a coger velas.
Junto a la salida, una compradora anciana intenta de muy mal humor salir con el carrito por unas puertas eléctricas que no se abren. Un empleado trata de explicar que se ha ido la luz. Por la otra puerta, que se mantiene abierta gracias a un carrito de la compra, ves que tu mejor amigo entra en la tienda.
“La radio no suena –anuncia tu amigo-, y mira… -Por las ventanas de delante ves señales de estelas de vapor que salen de la base de marines de Twentynine Palms del valle-. Pasa algo importante.”
Entonces es cuando empiezan a sonar las sirenas, el sonido más desagradable del mundo, y el sonido que llevas temiendo toda la vida. Ya está aquí: la banda sonora del infierno; gimiendo, resplandeciendo, espantosa e irreal, que colapsa y confunde tiempo y espacio del modo en que un exfumador confunde tiempo y espacio de noche cuando sueña horrorizado que fuma. Pero ahora el fumador se despierta y encuentra que tiene un pitillo encendido en la mano y el horror es total.
Se oye al encargado hablar por un megáfono. Pide a los clientes que desalojen el local con calma, pero nadie le presta mucha atención. Los carritos quedan abandonados en los pasillos y los cuerpos se escapan, llevándose trozos de carne y botellas de Evian que se les caen en la acera. El aparcamiento ahora parece tan civilizado como una pista de autos de choque.
Pero el gordo se queda, al igual que la cajera, que tiene mechones rubios, nariz huesuda de campesina y piel pálida translúcida. Ellos, tu mejor amigo y tú, os quedáis inmóviles, sin habla, y en vuestras mentes se enciende el mítico mapa del mundo de la sala principal del Mando de la Defensa Aérea de América del Norte, ¡qué cliché! Y en él aparecen dibujos de los misiles que constante e inexorablemente pasan por encima de Baffin Island, las Aleutianas, el Labrador, las Azores, el lago Superior, las Queen Charlotte Islands, Puget Sound, Maine… ya es sólo cuestión de minutos, ¿o no?
“Siempre me he prometido –dice el gordo, con una voz tan normal que hace que los tres volváis a la realidad- que cuando llegara este momento me comportaría con dignidad el tiempo que quedase, y por eso, señorita –dice, volviéndose hacia la cajera-, por favor, quisiera pagar lo que he comprado.” La cajera, a falta de otras alternativas, le cobra.
Luego llega El Destello.
“¡Al suelo! –gritas tú, pero ellos continúan con lo que estaban haciendo, como ciervos deslumbrados por los faros-. ¡No queda tiempo!” Pero tu aviso no lo escucha nadie.
Y entonces, justo antes de que las ventanas delanteras se conviertan en una sábana líquida que se hunde hacia dentro, como la superficie de una piscina vista desde abajo después de una zambullida…
…Y justo antes de ser bombardeado por una andanada de chicle y revistas…
…Y justo antes de que el gordo salga despedido por el aire, se mantenga suspendido en él y se incendie mientras el techo, que se ha vuelto líquido, sale disparado hacia arriba…
Justo antes de todo esto, tu mejor amigo gira el cuello, se acerca a donde estás tumbado y te besa en la boca, después de lo cual te dice: “Ya está. Siempre lo he querido hacer.”
Y eso es todo. En la ráfaga silenciosa de viento ardiente, como si hubieran abierto el trillón de puertas de horno que llevas imaginando desde los seis años, se termina todo: un poco de miedo, un poco de sexo, y sólo queda la añoranza. Muy parecido a la vida, ¿no os parece?

Douglas Coupland,
Generación X (novela, fragmento), 1993.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

tremenda novela. muy recomendable aunque lo que postule no sea precisamente la reaccion activa contra el mundo y sus cprruptelas, si resulta muy interesante la propuesta de la inactivdad y el ser improductivo en este entorno donde la competencia se valora desmedidamente

Hemisferio Izquierdo dijo...

es una de las novelas que me marcó... la narración deliciosa. Y la propuesta contracultural asfixiante.