miércoles, 2 de agosto de 2006

Un plato de soledad

Si está muerta, pensé, jamás la encontraré en esta blanca riada de luz lunar sobre el mar blanco, con el oleaje que va y viene sobre la pálida, pálida arena como un gran champú. Casi siempre, los suicidas que se clavan un cuchillo o se pegan un tiro en el corazón toman la precaución de desnudarse el pecho, el mismo extraño impulso hace que, por lo general, los que se suicidan en el mar vayan desnudos.
Un poco más temprano, pensé, o más tarde, y proyectarían sombras las dunas y la espasmódica respiración de la espuma. Ahora la única sombra real era la mía, una cosa pequeña allí debajo, pero suficientemente negra como para alimentar la negrura de la sombra de un zeppelín.
Un poco antes, pensé, y podría haberla visto caminar arrastrando los pies por la orilla plateada buscando un sitio bastante solitario donde morir. Un poco después y mis piernas se rebelarían contra ese trote difícil por la arena, la exasperante arena que no podía sostener y no estaba dispuesta a ayudar a un hombre con prisa.
Mis piernas cedieron entonces y me arrodillé de pronto, sollozando: no por ella, todavía, sino por el aire. Había tantas corrientes: viento, y espuma enredada, y colores sobre colores y tonos de colores que no eran colores sino variaciones de blanco y plateado. Si una luz como aquella fuera sonido, sonaría como el mar en la arena, y si mis oídos fueran ojos, verían esa luz.
Me quedé allí en cuclillas, jadeando en medio del remolino, y entonces me golpeó el agua, una ola rápida y poco profunda, que al tocarme las rodillas saltó y giró como pétalos de flor, mojándome hasta la cintura. Apreté los ojos con los nudillos para que se abrieran de nuevo. Tenía en los labios el mar con el sabor de las lágrimas, y toda la noche blanca gritaba y lloraba en voz alta.


Theodore Sturgeon, Un plato de soledad (cuento, fragmento)
De La fuente del unicornio, 1953.

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