martes, 19 de septiembre de 2006

En la madre, está temblando


El viejo se detuvo en la esquina, junto a un puesto de periódicos. Su visión se había ablandado y le costaba trabajo respirar, es la bola de años, se dijo. De vez en cuando le ocurrían pérdidas casi totales de energía, claro que en esta ocasión también están los tragos, pensó.

Frente a él se hallaba la avenida Álvaro Obregón, con sus réplicas de viejas estatuas. Había bancas en el camellón y franjas de prado con jardineras y altos árboles, el sitio perfecto para aterrizar un momento y recargar la pila, pensó al ver una banca desocupada bajo la sombra. Dejó pasar un grupo de autos pero después se lanzó al arroyo conteniendo a los coches con una mano quietos ahí cabroncitos, dejen pasar a La Bola. Lo insultaron con la bocina pero él no se inmutó. Jadeando, se acomodó en la banca.

Ese mediodía era pesado, el aire se había enrarecido por la contaminación y se respiraba una atmósfera reseca, como de aserrín asoleado, calificó el viejo que tomaba aire en la banca. Respiró profundamente varias veces, qué pedo me traigo, pensó y cuando se serenaba un poco lo conmocionó un estruendo de chillidos de llantas, láminas que chocan, cristales estallados. Justo frente a él un auto se detuvo tan abruptamente que el de atrás se le incrustó.

El viejo apenas contenía la temblorina que le dejó el sobresalto, necesito un trago, exactamente. Del bolsillo sacó una botellita de brandy barato y bebió de ella un largo trago; después extrajo lo que parecía una polvera de plástico y que era un vaso plegable; el viejo lo abrió como periscopio. Se sirvió un poco de brandy, lo bebió, plegó el vaso de golpe y observó el lío que el choque había causado.

La circulación se había detenido, muchos vehículos bocineaban neuróticamente y los dueños de los coches discutían rodeados por una multitud de curiosos, arréglense antes de que llegue la policía, dijo alguien, pero lo ignoraron. Los dos conductores se echaban la culpa mutuamente y no cedían. Más gente llegaba a presenciar el pleito que tenía como fondo musical una verdadera muralla de bocinazos.

Ya cállense, masculló el viejo lárguense de aquí con su ruidero, ¿qué no hay un sitio en esta ciudad donde uno pueda cultivar sus achaques en paz?, mascullaba, mira nada más qué descontón… Uno de los conductores había propinado un golpe repentino y terrible a su contrincante, y lo derribó; en el acto procedió a patearlo con vigor. Joder, murmuró el viejo cuando la gente le bloqueó la visibilidad, y se puso en pie para seguir el pleito. Pero, ya de pie, tampoco pudo ver nada, salvo el movimiento excitado de la gente. Sólo advirtió el tumulto que se había formado, el embotellamiento interminable de autos, y se fue llenando de ira desolada, porque a su edad, pensaba, le era difícil reconciliarse con todo eso. Qué cambio tan devastador había tenido la ciudad. Hasta su propia memoria le rehusaba imágenes de esa avenida en la normalidad de muchso años antes, por qué te hicieron eso, mhija, dijo, tan hermosa como eras, cómo pudiste permitir que toda la manada de estúpidos te violara y mancillara, que todos esos zánganos te devastaran, te acabaron los que se sienten los dueños del mundo, que quieren todo rápido y sin problemas, que se creen dueños del futuro y sólo son pobres topos que tragan tierra negra y creen estar en las alturas, igual que los jodidos, infeliz pueblo que te has envilecido, que has pisoteado a los pocos hombres buenos que pariste, siempre sojuzgado por alguien: españoles, franceses, gringos, mexicanos con alma de buitre, somos una verdadera mierda, decía, con más fuerza ya, y algunos se volvían para verlo; hubo un momento en que creí que íbamos a cambiar, que nos dirigíamos al verdadero encuentro con nosotros mismos, y no sé por qué lo pensé entonces pues ahora es lo mismo, sólo que antes la miseria no estaba tan a flote y la gente no era tan cínica, no se había descarado tanto; entonces creíamos que las cosas ahí iban, más o menos, y no pedíamos más; creíamos vivir ciclos, uno acaba, otro empieza, la energía se renueva y en realidad siempre era el mismo presente ruin, repugnante, el mismo embrollo, la misma confusión, la gritería, ahora todos gritan, se desgarran la ropa y no ven que sigue la misma pasividad de siempre que a todos nos tiene hundidos en la mierda desde hace años. Y que no me digan que nada ocurre, que todo está perfecto, si yo he vivido tantos años viendo cómo el aire asesinaba y todo se descomponía, a mí no me puedes andar con historias, yo vi lo que ocurrió, todos los días me he desayunado con la horrible verdad de que otro poco de vida buena se extinguía. Nos dejamos deslizar por una pendiente que íbamos edificando losa a losa, y ya que somos piojos aplastados, llantas ponchadas y reparchadas, ya que somos mierda, ni siquiera hemos podido ver verdaderos cabrones, no le damos grandeza a la maldad, ni siquiera sabemos lo que es eso, puro pobrediablismo, pinches diablitos ojetes con sus vasos de brandy barato en la mano, envueltos en polvos y humo, vestidos de cochambre, cagados y guacareados, o en autos lujosos, con ropa cara, guardaespaldas atrás, es igual ahora el viejo vociferaba con los músculos del cuello tensos y las venas hinchadas, y a mí de qué me sirvió leer megatoneladas de libros, saber tantos idiomas, almacenar tantos conocimientos, para acabar como esta puta ciudad: agonía perenne sin la bendición de la muerte, ¡húndete de una vez, hija de tu chingada madre! ¡Tu gran hazaña es ser la máxima ruina del mundo, ciudad jodida, ciudad jodida!

n la madre, se dijo. Qué pasa aquí, se preguntó el viejo al sentir un levísimo meneo que de pronto agarró fuerza y una sacudida espeluznante le bajó toda la sangre a los pies, la banca se removió entre chirridos de metal, los postes y los cables se agitaban, la gente abría los ojos con el máximo espanto, se daba cuenta perfecta de que estaba temblando y con un poder devastador. El viejo saltó de la banca pero en el suelo era lo mismo: trepidaba con fuerza, le provocaba un mareo invencible, la visión se le barría, las manos no hallaban dónde sujetarse, la agitación era pareja y, sobre todo, fuerte, alcanzaba a pensar el viejo, aún en el estupor y el terror, veía que los edificios se removían pesadamente, crujían, despedían nubes de polvo, los cables de electricidad finalmente se rompieron, chisporrotearon al caer, una explosión, un auto ardió y la gente, quemándose, salió corriendo, entre el estrépito ensordecedor de choques, golpes, gritos aterrados de gente atrapada, o que corría o trataba de permanecer en pie, más gente salía de casas y edificios, ¡ahora sí, hijos de la chingada!, ¡ahí tienen lo que buscaban!, bramaba el viejo, ebrio de terror, ¡no le saquen a las sacudidas de esta vieja madre! ¡Se está viniendo!, ¡gócenla, culeros!, caían grandes ramas, los árboles se bambolean, algunos se desplomaban pesadamente, y el viejo casi perdió el sentido cuando frente a él los rieles del tranvía no resistieron la tensión, estallaron en un chasquido sobrecogedor y el grueso lingote reblandecido se retorció como paréntesis invertidos que se alzaron en el aire, ay cabrón, ay canijo, esto sí está durísimo, está fuerte, gritaba el viejo, tambaleándose, entre la gente que huía de los autos que habían hecho explosión, de los potentísimos chorros de agua que brotaron por entre el concreto resquebrajado, la calle se agrietaba con crujidos secos, guturales, y chorros ahora turbios del drenaje volaban las tapas de las coladeras y se disparaban hacia arriba, ¡esto era lo único que nos faltaba!, ¡nos vamos a morir montados en esta montaña rusa! ¡Agárrense si pueden hijos de la chingada!, volvió a gritar el viejo con menos fuerza, las trepidaciones y las sacudidas no cesaban, eran eternas, al terror se sumaba la atroz premonición de que nunca iba a acabar, todo caería como se desplomaban los techos, un edificio de veinte pisos de pronto se ladeó y se resquebrajó, se vino abajo con una oleada de piedras, metales retorcidos, cristales, muebles, el primer piso de una casa cayó pesadamente, con nubes de polvo, explosiones, llamaradas, gritos desgarrados, no para, no para, un dolor de cabeza fulminaba al viejo, todo se está cayendo, alcanzó a musitar, esto es imposible, tiene que parar, ¡tiene que parar! La gente mostraba el máximo horror, estupor, mientras caían balcones, otros edificios se desmoronaban sobre la calle, los vehículos y la gente; los ruidos, golpes, gritos, ensordecían y el viejo no pudo sostenerse más en pie y se desplomó sentado, con las piernas extendidas, con las manos plantadas en la tierra del camellón, como niño. Entonces descubrió que el terremoto había cesado.

José Agustín.

De La palabra en juego (selección de Lauro Zavala).

No hay comentarios.: