lunes, 16 de octubre de 2006

Cultiva flores


Hace años, después de que empezara a ganar un poco de dinero, todos los otoños solía ir al vivero de plantas cercano y compraba cincuenta y dos bulbos de narciso. Inmediatamente después, salía al jardín de mis padres con un mazo de cincuenta y dos naipes encerados y lo lanzaba al aire por la pradera. Allí donde caía un naipe, plantaba uno de los bulbos. Claro que podría haber lanzado directamente los bulbos, pero la cuestión es que nunca lo hice.

Plantando bulbos de este modo se consigue un gran efecto de dispersión muy natural: los mismos algoritmos silenciosos que dictan la dirección de una bandada de gorriones o los nudos de un tronco de árbol también pueden dictar el éxito de esta operación.

Y llegaba la primavera, después de que los narcisos hubieran dicho sus delicados haikus al mundo y difundido su fresco y suave aroma, y sólo quedan de ellos sus pétalos secos para informarnos que pronto llegará el verano y que es hora de cortar el césped.

Nada muy bueno ni nada muy malo dura nunca demasiado.

Me despierto hacia las cinco y media de la mañana. Los tres estamos tumbados encima de la cama donde nos quedamos dormidos. Los perros dormitan en el suelo cerca de las ascuas casi muertas. Fuera sólo se ve un indicio de luz, las adelfas no respiran y las palomas no zurean. Huelo el cálido dióxido de carbono del sueño y a sitio cerrado.

Estas criaturas de aquí, que están en esta habitación conmigo, son las criaturas que quiero y que me quieren. Juntos nos sentimos como si fuéramos un jardín extraño y prohibido. Me siento tan feliz que podría morir. Si pudiera, haría que este momento durase toda la vida.

Me vuelvo a dormir.

Douglas Coupland,
De Generación X, 1993.

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