miércoles, 4 de octubre de 2006

Paraísos artificiales, s.a.


Tienes que sentir lo que era tener veinte
metros de largo y ser dueño del mundo.
STEVEN UTLEY


Deseó ser una célula.
Al instante era una membrana llena de protoplasma gelatinoso que viajaba por los conductos que irrigaban el ala cartilaginosa de un pteranodón.
Dinosaurios, qué vulgar, pensó, y se transformó en neurona.
Sintió el paso de un impulso eléctrico recorrer hasta la última ramificación de su nueva anatomía. Se abandonó al placer de la sinapsis.
Después de algunas horas –o días, o meses- se hartó de las experiencias citológicas. Contra su costumbre, se lanzó hacia delante en complejidad pero no demasiado, razonaba.
Una medusa fue la decisión lógica.
Nadaba tranquila en las tibias aguas de aquel océano de un solo ocupante. Pocas cosas gozaba tanto como fundirse en estructuras diferentes, en morfologías ajenas, y descubrir otros mecanismos de percepción, tan absolutamente distintos.
Al hartarse, se lanzó hacia la superficie, y tras atravesarla era un insecto alado semejante a una libélula. Revoloteó un poco entre galaxias y nebulosas, y decidió regresar a la Madrerred. Al instante estaba ahí, en ese caos infinito, sinfonía silenciosa de millones de voces, de presencias.
Aunque le aburría comunicarse con otros, entabló conversación con un hombre cuyo cuerpo era de brillante metal líquido. Descubrió que en realidad era mujer, así que comenzó a aletear hacia otro lado.
Encontró una ciudad de cristal poblada por insectos metálicos. Transformó su exoesqueleto de quitina en placas de cobalto y voló entre las torres transparentes. Abajo, por las calles, vio arrastrarse una cucaracha de hierro oxidado. Nunca había visto que alguien tomara un aspecto tan antipoético. Su curiosidad venció, y se lanzó hacia los suelos.
-Tienes una forma poco común, ¿No? –preguntó, volando a poca distancia del suelo.
-Toda esta frivolidad es deprimente. Me he aburrido –repuso la cucaracha, lúgubre.
-Aquí nadie se aburre –contestó, y elevó de nuevo el vuelo. Como siempre, encontraba aburridísima la Madrerred. No entendía que hubiera gente que pasara todo el tiempo ahí. Sobre todo existiendo el nuevo software que permitía al usuario generar a voluntad sus propios paraísos artificiales, sin depender de las realidades virtuales creadas por otros.
Ya nadie necesita comunicarse con nadie… alabados sean todos los dioses pensaba mientras se convertía en unicornio y alejaba de la Madrerred, retozando por un valle lleno de hongos multicolores.

Bernardo Fernández BEF,
De ¡¡BZZZZZZT, ciudad interfase. 1998.

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